miércoles, 18 de agosto de 2010

Un recuerdo espantoso – Era cariñosa y humilde

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Aquí entra un recuerdo espantoso.

Me desperté hacia las ocho de la mañana, según creo,  cuando ya era de día. Me desperté de pronto, con plena conciencia y abrí los ojos de repente. Ella estaba de pie cerca de la mesa y tenia en la mano el revólver. Cerré bruscamente los ojos y fingí dormir con un sueño profundo.

Vino entonces hacia mi cama y se inclinó sobre mí. Lo oía todo y como reinaba un silencio de muerte, oía este silencio. Un movimiento convulsivo me hizo, a mi pesar, abrir los ojos. Me miró fijamente a los ojos, mientras apoyaba el revólver en mi sien. Nuestras miradas se encontraron. Pero sólo por un instante. Me esforcé en cerrar los ojos y reuniendo toda mi energía, me impuse la voluntad de no moverme y de no volver a abrir los ojos, pasase lo que pasase.

Ocurre, a veces, que un hombre profundamente dormido abre de pronto los ojos, y hasta a veces levanta un poco la cabeza y mira en torno suyo, para momentos después, descansar inconscientemente sobre la almohada y volverse a dormir no acordándose de nada.

Cuando, después de haber encontrado su mirada y sentido el revólver en la sien, cerré de pronto los ojos y no me moví más, como si estuviera profundamente dormido podía suponer que dormía en realidad, que no había visto nada, tanto más cuanto que parecía inverosímil que, habiéndolo visto, hubiese cerrado los ojos en aquel momento.

Sí, inverosímil. Sin embargo, ella pudo comprender la verdad y esta reflexión le atravesó el espíritu como un relámpago. ¡Qué torbellino de pensamientos, de sensaciones en menos de un segundo! ¿No es digna de admiración la electricidad del pensamiento humano? Comprendía que en el caso de que hubiera adivinado la verdad y hubiera sabido que no dormía, habría aniquilado en ello todo deseo de matarme y acaso entonces la mano le temblara, acaso su resolución anterior se había quebrantado al choque de esta nueva y extraordinaria impresión. Se afirma que los que se encuentran en la altura se sienten atraído hacia abajo por el abismo. Creo que muchos suicidios y asesinatos se cometen porque el revólver está ya en la mano. Igual sucede siempre que existe el abismo, que hay una pendiente de cuarenta y cinco grados, por la cual es ineludible resbalar y que parece que algo nos empuja a precipitar el desenlace. Pero la seguridad de que yo lo había visto todo, que lo sabía todo y que esperaba en silencio que descargara el golpe fatal, podía detenerla en la pendiente.

El silencio se prolonga y de pronto volví a sentir en mi sien, sobre los cabellos, el contacto frío del hierro. Me preguntaréis si esperaba acaso volver a escapar del peligro. Como si estuviera en presencia de Dios os contesto que no conservaba ninguna esperanza, ni siquiera la probabilidad de un nuevo éxito. ¿Por qué había aceptado morir? Y ahora yo os pregunto: ¿qué era la vida para mí, después de ver un revólver apuntando sobre mí por el ser que adoraba?

Además sabía, sin que me cupiese la menor duda, que estaba, entre nosotros, entablada una lucha, un duelo atroz entre la vida y la muerte, precisamente el duelo de aquel mismo pusilánime de antaño, expulsado por sus compañeros a causa de su cobardía. Sabía esto y ella no hubiese visto que yo no dormía.

Acaso insistáis en preguntar “¿por qué no impedirle cometer un crimen tan abominable?” Sí, ésa es la pregunta que más tarde me he hecho mil veces cuando he recordado aquel segundo con escalofríos. Mi alma estaba sumida entonces en una desesperación sombría: estaba perdido y  ¿cómo, estando yo perdido, había pensado en salvar a nadie? Y además, ¿qué sabéis vosotros? ¿Quería yo, a caso, en aquellos momentos salvar a alguien? ?Quién sabe lo que hubiera podido experimentar?

Sin embargo, mi conciencia estaba despierta; pasaban los segundos, reinaba un silencio de muerte, seguía inclinada sobre mí y de pronto, me estremecí de esperanza. Me levanté de la cama: ¡salí victoriosamente, ahora que ella estaba vencida para siempre !

Fui a sentarme junto a la mesa, cerca del samovar. El té siempre fue servido en casa en la primera habitación y mi mujer era quien lo servía. Me senté en silencio y recibí de sus manos el vaso de té. Al cabo de cinco minutos, la miré. Estaba espantosamente pálida, aún más pálida que la víspera y me miraba. Y he aquí que, de pronto, al sorprender su mirada, una sonrisa tenue pasó por sus labios descoloridos, una pregunta tímida apareció en sus ojos. ¿Es qué dudaba aún y se preguntaba: sabe o no?

Volví los ojos con indiferencia. Después del té cerré el despacho, me fui al mercado y adquirí una cama de hierro y un biombo. Era una cama para ella, pero no le dije nada. Por una parte comprendió, por la presencia de esta cama, que “lo había visto todo y que sabía”, sin que fuera posible dudar. Aquella noche, como todas, dejé el revólver sobre la mesa. Se acostó silenciosamente en su nueva cama: el matrimonio estaba disuelto. “Vencida pero no perdonada”. Aquella noche tuvo delirio y por la noche se le declaró una fiebre alta. Estuvo acostada seis semanas.

-Dostoievski

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